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La rebelión de Essex

July 27, 2012

Ya lo dio a entender el explorador pluriempleado sir Walter Raleigh, amigo y pretendiente de la reina, cuando puso en su honor el nombre de Virginia a un lugar de Norteamérica. Elizabeth Tudor no se casaba con nadie y valga la frase, en todos los sentidos.  Encima el paso de los años se sumaba a su perenne hostilidad hacia el matrimonio, nada extraña si repasamos los éxitos de las esposas de su padre Henry VIII en la carrera real, víctimas de fiebres, repudios, castigadas infidelidades, divorcios forzosos, o conspiraciones como las que acabarían con su propia madre, acusada de todo un poco y decapitada a la francesa en la muy inglesa Torre de Londres.

Digamos que la primera Elizabeth de Inglaterra era impenetrable desde las alcobas hasta la política, pasando por una fe protestante por la que los Estados más potentes de la Europa del momento la acusan de herejía, obsesionados con extender su religión por todo el orbe. “Matarla”, avisan, “no sería asesinato”.  Menos mal que aún se podía confiar en gente como Francis Drake y otros cuantos amigos de las mejores familias y también de las peores, pero cuya destreza en la oscuridad de los mares fue difícil de encajar para los lentos y grandes navíos españoles del momento. Y así, aquel 2 de agosto de 1588, no sólo la suerte y unos cuantos truenos asistieron puntualmente a la flota de Su Majestad, cuando los nubarrones negros del norte sentenciaban el regreso a casa de la Armada Española, que se descuajaringaba entre las olas, abandonando el plan de invadir Inglaterra para siempre.

Pero no en todas las guerras estaba tan claro el enemigo. Nunca sabremos si aquel joven ambicioso al que Isabel abrazaba entre cortinas era sincero o si todo aquel romance fue un simple estímulo para su ego, cosa rarísima, por cierto, en aquel ambiente de la Corte del siglo XVI, tan humilde y tan solidario. Con ese compañerismo donde ascendías a la gloria por la misma tontería que podía llevarte al cadalso, algo que Robin Devereux, segundo Conde de Essex, no tuvo tiempo de entender.

Y puede que el apuesto noble que había repartido estopa entre los enemigos de la patria, cometiera luego el error que cometieron tantos y tantas, enredados y enredadas en las alturas del poder y en sus peligros:  mostrar a quien te gobierna y te desea, que ya no estás bajo su control. No fue lo grave, creo yo, haberla cagado en la campaña de Irlanda vaciando las arcas y pactando con los rebeldes, o haber liderado al mismo tiempo, una especie de rara rebelión sucesoria. Lo grave fue la insumisión privada, la irrupción en los aposentos reales sorprendiendo a la reina de Inglaterra en camisola y sin peluca. Lo grave fue preñar a otra más joven y más guapa o darles en toda la boca a los viejos dinosaurios del Consejo, desafiando la autoridad de una mujer que por otro lado, disfrutaba a veces con el desafío. Pero todo tiene un límite, sobrepasado con un amor insuficiente, allí donde el despecho podía ser fatal.

Por eso nada pudo evitar que Essex subiera los escalones aquel funesto día,  para perder la cabeza que ya llevaba tiempo por ahí, lejos de sus hombros. Sosteniendo, cuentan, una plática devota y leal hacia la gobernante que en realidad, nunca quiso verle muerto. A buenas horas. Lástima de ocasión perdida para acordarse de su señora madre, a cuyo grupo desdichado además,  se uniría para siempre, en compañía de otros nobles compañeros, nada únicos en su destino. Víctimas o verdugos de la misma inclemencia, bajo las mismas piedras, junto a la misma torre.